Crónica a 39 años de la tragedia
Por Nydia Bauzá
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Las primeras noticias presagiaban angustia, desolación y dolor, pero no mostraban la magnitud de la tragedia. Era la madrugada del 7 de octubre de 1985 cuando una onda tropical deja severas inundaciones en varios sectores del área sur de Puerto Rico. En la oscuridad, a las 3:30 de la madrugada, el infortunio se ensaña contra la barriada Mameyes, en Ponce.
El cerro de humildes viviendas de madera y zinc se desplomaba, mientras sus moradores dormían en sus hogares, al resguardo de relámpagos y fuertes aguaceros. Muchos quedaron atrapados en el alud de lodo y escombros, donde sus cuerpos quedaron sepultados. Los muertos se contabilizaron en 129, pero la cifra total se estimó en más de 300, por la cantidad de familias pobres que vivían en el sector rural, cercano al casco urbano ponceño.
Ese día era lunes y llegaba yo, de una asignación al periódico El Reportero, donde hacía mis pininos como periodista. El experimentado colega y mentor Tomás Stella, uno de mis editores, me aguardaba inquieto, fumándose un cigarrillo en la recepción del periódico, en el Viejo San Juan.
“¿Tú conoces Ponce? me abordó en el umbral de la puerta y sin esperar mi respuesta, me emplazó: ”Vete ahora al barrio Mameyes, hay muchos muertos. Tienes que ir sola porque al fotógrafo lo montamos ya en un helicóptero”.
Di media vuelta con el almuerzo que llevaba en las manos, que no tuve tiempo de comer y al mediodía, bajo lloviznas, arranqué para Ponce. No había celulares, laptops ni páginas web. En mi carro sintonicé las emisoras radiales de la Perla del Sur y las noticias eran estremecedoras, confirmaban decenas de muertos y heridos, mientras los socorristas buscaban sobrevivientes…
En el primer peaje de Caguas una mujer que atendía la ventanilla me trató de disuadir cuando le dije que por mi profesión tenía que llegar a Ponce. “No hay paso, un puente en Santa Isabel colapsó y la autopista está cerrada”, me advirtió. Le dije que el periódico me había enviado a Mameyes, que me dejara pasar hasta donde pudiera llegar para conectarme con la carretera vieja (PR-1). Seguí la marcha hasta el peaje de Salinas y acercándome a Santa Isabel, había gente detenida en el paseo y funcionarios del gobierno. Doscientos metros después, en el sector Paso Seco, patrullas, camiones y grúas, bloqueaban la autopista.
La escena era impresionante. La enorme crecida del río Coamo había arrancado el puente con los carriles de la autopista que discurrían hacia el sur y lo que quedaba era un abismo. Las grúas comenzaban a sacar de las aguas aún crecidas los carros que en la oscuridad caían al vacío. Como la imagen de un museo de cera, una grúa anclaba en el aire un automóvil con sus dos ocupantes inertes que llevaban sus cinturones de seguridad. Perecieron ahogados en el vehículo y sus cuerpos pudieron ser recuperados, más no así, los de otros transeúntes cuyos restos nunca aparecieron o solo algunas de sus partes o pertenencias.
Allí había periodistas y fotoperiodistas, que como yo, intentábamos llegar a Mameyes. La Policía estimó que en Paso Seco murieron más de 30 personas, después supe, que entre los difuntos figuraba Carlitos Feliciano, un joven ingeniero peñolano, muy querido en mi familia, hermano de una de mis roomates en la Iupi. Fue una patrulla con dos oficiales la que se percató en horas de la madrugada que el río se había llevado el puente y los policías se bajaron para detener el tráfico y evitar que siguieran cayendo vehículos al vacío.
La Policía había cerrado también los carriles que discurren hacia San Juan por temor a que colapsaran y después de intensas conversaciones, la alta oficialidad, permitió que continuáramos nuestra ruta a Ponce. El colega juanadino Jorge Ariel Torres se me unió en el trayecto hasta Mameyes, a donde llegamos al rayar las 4:00 de la tarde.
El cuadro era caótico: dolor, desesperación, angustia, incredulidad… Brigadas de residentes, voluntarios, personal municipal y de otras dependencias del gobierno, se afanaban por encontrar personas con vida bajo la enorme montaña de fango a la que se había reducido gran parte de la marginada comunidad.
Del fango extraían cuerpos, entre los que alcancé a ver el de un bebé en pañales. Un taco en la garganta me nubló la vista, mientras llegaban personas gritando a los predios y en medio del caos, reclamaban tener noticias de los familiares que residían en las casas sepultadas. En medio de la desesperación se aferraban a los periodistas para encontrar a sus seres queridos.
Cayendo la noche, después de recopilar dramáticos testimonios de sobrevivientes, me fui al Hospital Tricoche, cercano a la comunidad, a donde habían llevado a las víctimas. Desde un teléfono público logré comunicarme con mi jefa de redacción, Vilma Pérez, pero una profunda tristeza no me permitía apalabrar la gran tragedia. “Llora y después, con el mismo sentimiento, me dictas la historia”, me dijo y así lo hice. Entrada la noche llegué a la casa de mi tía Rosita Bauzá, en una urbanización ponceña, quien me acogió toda esa semana en la que continué reportando desde Mameyes, al igual que muchos colegas y fotoperiodistas.
Uno de los momentos de mayor tensión ocurrió cuando llegaron desde Francia perros entrenados para rescatar víctimas de desastres. El silencio se apoderaba del atribulado barrio cuando los canes marcaban un sitio y renacían las esperanzas de encontrar gente con vida… Pero, a pesar de los grandes esfuerzos de los rescatistas, algunos de México y del equipo de perros rastreadores, poco a poco se desvanecían las esperanzas de encontrar sobrevivientes…
El 7 de octubre de 1985 la desgracia tocó también a otro sector de gente pobre de Ponce. Las intensas lluvias arrastraron viviendas con familias y otras quince personas del sector Las Batatas, en el Tuque, perdieron la vida.
En Mameyes, los impresionantes dibujos a crayola de los niños y niñas del Head Start en su última clase, con casas inclinadas y cruces negras, le dieron la vuelta al mundo y se convirtieron en protagonistas de la adversidad. Premonición o no, los pequeños del Head Start, dos de los cuales murieron en el derrumbe, retrataron en su inocencia, la pobreza y vulnerabilidad de aquella humilde comunidad ponceña.