Por Floridalia Cortés Arroyo
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“Flor siéntate, tengo algo que decirte”, me expresó mi esposo.
Mi corazón dio un brinco, pensando que algo malo había pasado.
“Me acaban de llamar. Nos parearon con una niña de nueve meses”, dijo. Yo incrédula y él nervioso. Insistí.
– ¿Es cierto? ¿No estás mintiendo?, le pregunté.
Creo que la falacia de que la adopción en Puerto Rico es imposible o que si no tienes dinero no cualificas, hacía que la duda se colara en mi cerebro.
Pero la emoción en los ojos de mi esposo y la sonrisa en su rostro me hizo saber que era cierto; que nuestra niña por fin había encontrado su hogar.
No pudimos hacer otra cosa que abrazarnos y orar para dar gracias a Dios.
Ese fue nuestro primer vínculo con nuestra hija; aun sin verla, ya la amábamos.
Cuatro días después, nuestra casa se llenó de ropa pequeña, juguetes, un coche, una cuna y lazos; muchos lazos.
Allí estuvo Leslie Flores, nuestra trabajadora social del Departamento de la Familia, una mujer que desde el primer día destiló amor por su trabajo. Creo que la presencia de ella en nuestro hogar nos llenó de mucha calma.
“Ya vienen de camino. Por ahí traen la nena”, dijo Leslie.
Mi esposo y yo nos miramos y sin hablar compartimos la misma emoción, la misma alegría y el mismo miedo. Jamás podré olvidar esa carita que nos miró desde la entrada de la casa. Llegó en brazos de un empleado del Departamento de la Familia y acompañada de otra trabajadora social. Traía un traje blanco y unos zapatitos color rosa.
No sé lo que se siente al cargar a un hijo tras el parto, pero apuesto a que la sensación es la misma. Miré a mi niña, la contemplé, la exploré, la olí. Allí estaba ese ser casi perfecto que, de igual forma nos miró, nos contempló, nos exploró y, como si nos conociera de toda la vida, se lanzó a nuestros brazos con una ternura inmensurable.
Nuestra hija de nueve meses de nacida acababa de llegar a nuestras vidas y pude observar su fortaleza, su resiliencia, su valentía y su innata búsqueda de amor.
Con solo nueve meses, esa pequeña se acomodó en nuestro espacio y se adaptó como si nos conociera desde siempre.
En menos de dos semanas nuestra bebé dejó de reír tímidamente y ahora ríe a carcajadas, baila, aplaude, le encanta la música, dice adiós y aprendió a decir papá.
Nuestra María Victoria llegó a casa el 21 de diciembre, el día en que se vio la estrella de Belén.
No lleva nuestros genes, quizás no tenga mi pelo, ni los ojos de papá, o la nariz de la abuela, pero tiene una herencia y un vínculo mucho mayor, tiene todo nuestro amor; el amor más intenso y puro que se pueda sentir.
Al igual que María Victoria, existen miles de niñas y niños que esperan encontrar su hogar. La adopción es posible y es real. Transforma tu vida y construye tu propio relato de amor.