Por Nydia Bauzá
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YAUCO – Poco después de las 6:00 de la mañana, todavía oscuro, María del Carmen Santiago Muñoz se viste con blusa y pantalón largo, se pone las botas de goma y empuña el machete. Está lista para talar las siembras de café, guineos, plátanos, toronjas, limones y ajíes dulces.
Ya había colado café cultivado por ella misma en una finca de 10 cuerdas en el sector Olivari, del barrio Rancheras en Yauco, un lugar en la altura donde no llega la señal celular y el canto de los pájaros se confabula con las tonalidades de verde de la accidentada topografía. Era martes cerca de las 11:00 de la mañana y habíamos recorrido más de 12 kilómetros en la carretera PR 371 cuando llegamos a la finca enclavada en la cordillera yaucana. En la vereda, decenas de arbolitos de café cargados con olorosas flores blancas parecidas a los jazmines anunciaban que se avecina una buena cogida en agosto.
“Esta es la segunda florecida que estas matitas de café han dado, cuando están bien florecidas nos dicen que están bien alimentadas y que van a dar una buena cosecha, que van dar un buen fruto. Yo no abono mucho, me gusta que la tierra haga su trabajo”, compartió la trabajadora de la tierra con Es Noticia mientras acariciaba los palitos de café. La emprendedora mujer de 51 años, vive totalmente de la agricultura.
En la finca, que es propiedad de su padrastro Luis Irizarry y su madre, Josefina Muñoz, tiene sembrados dos mil arbolitos de café y cuando el fruto madura, ella misma lo recoge y vende el grano sin procesar a un torrefactor de otro barrio en Yauco.
“Con esto compro cosas para seguir sembrando, para seguir invirtiendo en la finca. Este año estoy pensando sembrar todo aquel llano de plátanos y acá arriba, va todo, de cítricos”, explicó la labradora.
Aunque cuenta con el apoyo de su esposo, Reinaldo Tardí, quien también es agricultor, María se va sola a la finca. Al menos tres días en semana da mantenimiento al pedazo de terreno que queda en una hondonada cerca de un río a dos o tres minutos de su residencia. En la finca nos recibió en una pequeña casa en madera que era de su padrastro.
En el recorrido por la finca, deshojó matas de plátano, abonó matas de limones y cortó un racimo con 120 guineos que se echó al hombro en una empinada jalda y cargó hasta su jeep. “Este lo quiero para las alcapurrias”, detalló María.

Desde chiquita se enamoró de la tierra
“Comencé a amar la tierra desde el momento en que vi a mi padrastro sacrificarse para darnos un hogar, en aquel entonces vivíamos arrimados en una hacienda en el barrio Jagua Pasto en Guayanilla. Él trabajaba, no a cambio de dinero, sino a cambio de que tuviéramos un techo. En las tardes trabajaba en otros lugares para generar otros ingresos. Aunque los productos no eran de nosotros, me encantaba, sobre todo ver el café, cómo él lo secaba en las correderas, lo recogía y cómo comíamos de la tierra”, narró la mayor de dos hermanos del matrimonio de Neftalí Santiago y Josefina Muñoz, naturales de Guayanilla. Cuando ella tenía tres años y su hermano Neftalí dos años, sus padres se separaron.
“Me crié con mi padrastro” sostuvo. De esa relación tiene tres hermanos: dos mujeres y un varón. Además, tiene otros cuatro hermanos: dos hembras y dos varones, de su padre biológico.
“La casa que teníamos en Guayanilla era bien pobre, el baño era una letrina. La casita en madera tenía tres cuartos, uno grande y dos pequeños”, rememoró.
Narró que a principios de 1980 su padrastro logró cualificar para una de las fincas de 10 cuerdas de terreno que el gobierno cedía mediante préstamos a plazos cómodos a familias pobres que no tuvieran propiedades y que querían trabajar la tierra.
“En 1981 nos mudamos para acá. Hicimos una casa de madera pequeña y aunque el baño estaba fuera de la estructura tenía ducha e inodoro. Me sentí feliz. Fue como si nos hubiésemos mudado a una mansion millonaria. Además, era una emoción grande porque el terreno era de nosotros”, relató María. Agregó que mediante el programa con la Autoridad de Tierras su padrastro pagaba una anualidad de $260.00 y en 2017, liquidó el préstamo.
Dijo que a los 16 años tuvo su primer trabajo en una tienda de ropa en Yauco, con un salario de $4:00 la hora y cuando terminó la escuela superior, comenzó a laborar en la fábrica de ropa interior Hanes, en Sábana Grande. Para generar más ingresos también dijo que tenía un part time en construcción. “De cuatro cheques al mes me quedaba con uno para que pudiéramos hacer la casa nueva en cemento, lo que logramos en 1993”, sostuvo.
“En la Hanes me enamoré, fui madre soltera a los 21 años”, contó María. Su hijo mayor, Elvin Arroyo, tiene ahora 26 años y vive en la casa de la finca que hicieron en hormigón.
Cuando Elvin era pequeño, ella vivió un tiempo alquilada en el barrio Almácigo, en Yauco, laboraba como costurera en una fábrica de ropa militar en Sabana Grande y por las noches estudiaba en la Universidad Interamericana, en San Germán, pero no completó el bachillerato.
Narró que posteriormente, en una visita que le hizo a sus padres en Rancheras conoció a su esposo Reinaldo, también de una familia de agricultores del barrio, quien había regresado tras emigrar a Nueva Jersey. Agregó, que en 2002, luego que él se divorció, formalizaron una relación y en la unión, procrearon a su segundo hijo Dylan Arnaldo, quien tiene 20 años. María también crió desde los 11 años a Reinamarie, hija de su esposo y madre de Sofía, de 14 años y Valeria, de 10 años. “Ellas son mis nietas”, sostuvo la agricultora.
Dijo que vivió cuatro años con su esposo en Texas y en 2019, regresaron a Las Rancheras. Cuenta que en ese momento, su mamá y su padrastro se habían divorciado y le impactó encontrar la finca cundida de maleza.
“No había nada sembrado, la yerba se había tragado todos los frutos. Me partió el alma, empecé a limpiarla y decidí retomarla”, compartío la agricultora y evalúa la posibilidad de comprarle una parte a sus hermanos.
Dijo que desde entonces vive de sus cosechas y aprovecha todos los frutos de la finca. “Elaboro pasteles, alcapurias, los vendo a diferentes comercios. Para el Festival del Café vendí 50 docenas de alcapurias y dos restaurantes de Guánica también quieren comprarlas. Cuando los ajíes dulces están en su apogeo le vendo a supermercados y a la Finca Mi Diana, un proyecto agroecológico ubicado en Rancheras”, abundó María, quien luego de talar y deshojar matas de plátano y guineo, con el machete despejó un área el suelo y se tendió sobre la tierra.
“Se siente cómo la naturaleza te habla, cada insecto, cada pájaro, cada canto, el olor… Es rico sentir nuestra madre tierra. Es una conexión de tierra y vida”, expresó.
Subrayó que en la agricultura se trabaja duro y para las mujeres, “es cuesta arriba”, pero se puede. “Nosotras también somos madres, somos esposas, somos amas de casa. Yo fui agricultora criando a mis hijos y me los traía a coger café conmigo. Me ilusiona dejar un legado a mis hijos y a mis nietos de que tienen que amar la tierra y que hay que labrar la tierra. Yo no cambio mi campo por 10 mil pueblos ni por diez mil niuyores. Es lo que me da vida, me quita el estrés, me hace sentir útil y que estoy aportando para un Puerto Rico mejor”, destacó.